lunes, 17 de octubre de 2011

Pertinencia de una ética del discurso en nuestras relaciones inter-subjetivas

Cuando en un debate, diálogo o comunicación inter-subjetiva existe la impresión genuina y auténtica de la existencia de intimidación cuando se emiten actos de habla por alguno de los participantes, algo a nivel discursivo se aleja de la finalidad de un entendimiento mediante la acción comunicativa. Ello conlleva, a su vez, erradicar la posibilidad de que, mediante interacciones comunicativas se pueda llegar a un consenso entre las partes que se mida por el reconocimiento inter-subjetivo de las pretensiones de validez que integran la comunicación. En otras palabras, al eliminar la posibilidad de dicho consenso entre partes iguales con pretensiones de validez que se miden por su peso racional dentro de una deliberación auténtica, se está actuando con la finalidad de conseguir mediante una acción estratégica  influir sobre el otro mediante la amenaza de sanciones o la promesa de gratificaciones con el fin de conseguir la deseada prosecución de una interacción. Por el contrario, en la acción comunicativa cada actor se percibe como racionalmente impelido a una acción complementaria gracias al efecto vinculante de locución de una oferta de acto de habla. Dicho efecto vinculante de impeler a un oyente a aceptar tal oferta no tiene una relación directa con la validez de lo dicho, sino en la garantía surgida de la coordinación que formula el hablante de que, llegado el caso, hará realidad la pretensión de validez que ha esgrimido. 

Entonces, ¿por qué es importante, en términos éticos y democráticos, realizar un esfuerzo genuino de llevar a cabo acciones comunicativas dirigidas al entendimiento entre las partes?¿Qué efectos tiene, por el contrario, una actitud de acción estratégica de actos de habla en los que se pretenda conseguir un fin mediante la coerción o el premio, desvinculados del peso racional de la pretensión de validez que se esboza?¿Dónde radica, por ejemplo, la legitimación de las normas que se pretenden establecer mediante una deliberación cuando existe coerción en la acción estratégica que se emplea? Pues bien, no es posible contestar en detalle tan difíciles preguntas, pero sí nos podemos aproximar con las aportaciones de Habermas y su teoría del discurso a atajar algunos de los problemas que surgen de esta diferenciación entre acción comunicativa y acción estratégica. 

Primeramente, entiendo pertinente apuntar a algunas de las condiciones elementales y necesarias para llevar a cabo una deliberación con fines de llegar a un entendimiento entre las partes. Evidentemente los integrantes en dicha interrelación comunicativa deben compartir un código de significados y significantes que sirva de vehículo comunicativo mediante los cuales los actos de habla se hagan inteligibles. Sin dicha característica no podría ser viable ningún tipo de acto de habla que esgrima una pretensión de validez inteligible para el oyente. Asimismo, es imperativo que los actores en el momento deliberativo sean realmente pares o que tengan el mismo reconocimiento moral recíproco. En otras palabras, que no existan jerarquías entre los participantes que propendan más a acciones estratégicas, voluntaria o involuntariamente, que a acciones comunicativas. En nuestros estados modernos y, aún más, democráticos y constitucionales, si en realidad se desea una democracia depurada y justa, los integrantes en el debate tienen que ser moralmente iguales, lo que erradica las discriminaciones infundadas como lo son el racismo, la xenofobia, la homofobia, el sexismo, etc., que puedan influir la comunicación inter-subjetiva entre las personas. De igual manera, y lo que es imprescindible para la búsqueda del entendimiento entre la partes y no el avasallar al otro con argumentos violentos o coercitivos, el entrar en el debate o deliberación con la actitud de poder ser convencido por las razones dichas por un participante en el debate para convencer sobre la verdad de su pretensión de validez. Así, esto requiere un posicionamiento ético de respeto hacia el otro, hacia el oyente, que es mi par en el diálogo o deliberación y, a base de dicha igualdad moral entre sujetos racionales, un apercibimiento de que cabe la posibilidad de que genuinamente pueda ser convencido por las razones que ese otro u otra me esboce para justificar determinado acto de habla. 

Al tener como finalidad el entendimiento, y no la prosecución de lo que se desee lograr mediante la acción estratégica, la única coerción que debe existir en la deliberación es el peso del mejor argumento racional para avalar una pretensión de validez proferida por uno de los participantes. Esto quiere decir que no cabe hablar, si se pretende el entendimiento entre las partes mediante un consenso que se mida mediante el reconocimiento inter-subjetivo de las pretensiones de validez, de amenazas con sanciones, castigos, intimidaciones y demás estrategias retóricas que coarten precisamente la libertad del sujeto o del otro en el debate. Las vociferaciones, los epítetos, insultos, personalismos, gritos pueden servir para obstaculizar la acción comunicativa que propenda a un entendimiento, pues sirven para la consecución de una finalidad no mediante el consenso inter-subjetivo respecto a las pretensiones de validez envueltas en el diálogo, sino mediante la violencia o la coerción. Dicha actitud, en gran parte, puede provenir de actores que entiendan no tienen razones suficientes para convencer al oyente de que su pretensión de validez es cierta o racionalmente válida, o que sean del parecer de que es más importante la finalidad de la acción estratégica que escuchar lo qué tenga que decir el oyente, entre otras razones. Sin duda, en una democracia deliberativa, esta actitud le falta el respeto al oyente que debe ser considerado como moralmente igual, y tiende a promulgar y perpetuar relaciones de opresión y explotación entre los participantes. Si la norma social o moral obtenida obedece a la coerción o violencia, entonces ¿dónde radica su legitimación?¿Debe ser seguida por los afectados dentro de una democracia?

Evitando entrar en la validez de las normas jurídicas, donde Habermas aplica la ética del discurso al discurso jurídico propiamente, por razón de que es un tema tan abarcador que no se acabaría esta entrada, en términos generales, Habermas parte de Kant para desarrollar su ética discursiva y de las éticas cognitivas que se remiten aquella intuición que Kant formuló como el imperativo categórico. Como ética basada en la razón, el principio moral, en Kant, se concibe de forma que excluye como inválidas aquellas normas que no consiguen la aprobación cualificada de todos los posibles destinatarios o afectados. Dicho de otra forma, que el "principio puente", como lo llama Habermas, que posibilita el consenso debe asegurar que únicamente se acepten como válidas aquellas normas que expresen una voluntad general o, como lo afirma en múltiples ocasiones Kant en su filosofía moral, que han de poder convertirse en "ley universal". Dicho principio de universalidad, que posibilita una ética cognitiva, la acoge Habermas y la reformula de la siguiente manera: "cada norma válida habrá de satisfacer la condición de que las consecuencias y efectos secundarios que se siguen de su acatamiento general para la satisfacción de los intereses de cada persona (presumiblemente) puedan resultar aceptados por todos los afectados (así como preferidos a los efectos de las posibilidades sustitutivas de la regulación)". Habermas, Ética del Discurso. Notas para un programa sobre su fundamentación, Ed. Trotta, Madrid, 2008, pág. 76. Es dicho principio que, como también concluye G. H. Mead, posibilita la formación imparcial del juicio que, a su vez, se expresa en un principio que obliga a cada cual en el círculo de los afectados a acomodarse a la perspectiva de todos los demás a la hora de sopesar los intereses. No obstante, advierte Habermas, dicho principio de universalidad no debe confundirse con la idea fundamental de una ética discursiva, aunque sí la complementa como puente para ésta. Según la ética discursiva, una norma únicamente puede aspirar a tener validez cuando todas las personas a las que afecta consiguen ponerse de acuerdo (o pueden ponerse de acuerdo) en cuanto participantes de un discurso práctico en el que dicha norma es válida. 

Claro está, dicho proceso de creación y reconocimiento de normas debe darse mediante una deliberación entre seres racionales moralmente iguales que reconozcan que se pusieron o debieron haberse puesto de acuerdo en que una norma que les afecta es válida. Es evidente que Habermas, con su teoría de acción comunicativa, pretendió combatir a toda costa el ontologismo imperante en la filosofía occidental, lo que tuvo como consecuencia el que tuviera que llevar a cabo ejercicios teóricos y metodológicos para fundamentar la validez de las normas dentro de un discurso moral o un discurso legal. Dicho así, la validez de los argumentos se va a medir por el peso racional que tengan dentro de un ambiente de deliberación entre pares racionales. La finalidad de la acción comunicativa no es el conseguir determinada finalidad obviando lo que tenga que decir el otro o la otra, sino tomándolo en consideración y respetando su participación como ciudadano deliberativo. Asimismo, es imperativo que, para que en realidad haya buena fe de parte de los integrantes del diálogo, debate o deliberación, exista una actitud de apertura, inclusión y voluntad de ser probablemente convencido por los argumentos del otro u otra. De lo contrario, estaríamos recreando monólogos que, más que racionales, tendrían el efecto de convertirse, mediante las acciones estratégicas, en elementos dogmáticos de un discurso probablemente irracional. En estos tiempos donde las contestaciones mediante insultos, personalismos, argumentos irracionales porque ni toman en consideración los integrantes del intento de diálogo, al parecer son la normalidad en tantos ámbitos de nuestra sociedad, es pertinente  visualizar hacia dónde nos queremos dirigir como colectivo. ¿Deseamos el desarrollo de normas y pretensiones de validez que no cuenten con la participación de los afectados por éstas?¿Avalamos la creación de discursos que, aunque pretenden afectar y quizá afecten una parte de la sociedad, se fundamenten en dogmatismos que aduzcan tener verdades ontológicas?¿Dónde quedo yo, como oyente, como actor, como ciudadano y persona racional dentro de ese tipo de acción comunicativa?¿Es ética la acción estratégica mediante la coerción?

A seguir pensando, que para irracionalismo ya tenemos bastante a diario. 

domingo, 18 de septiembre de 2011

El Derecho como oficio; ¿dónde quedó la justicia entre las partes?

A pesar de todas las críticas proferidas a una abnegación dogmática hacia la técnica como finalidad última de la acción, creo que la institucionalización de esta tecnificación ha esquivado las críticas y se ha interpuesto violentamente en nuestra ideología. Cada vez más se percibe cómo este proceso es más abarcador y se propaga endémicamente como si de un Rey Midas globalizado se tratara. Aquella denuncia de Heidegger, dentro de su ontología, sobre la técnica como finalidad y su relación con la inautenticidad del ser-en-el-mundo, así como las severas advertencias y descripciones realizadas por Adorno, Horkheimer, Benjamin y demás miembros de la Escuela de Teoría Crítica de Frankfurt, sobre lo que en un momento dado se llamó la muerte de la persona tan bien ejemplificada en la obra de Beckett, al parecer se obvió raudamente por las instituciones sociales, especialmente las instituciones estatales. Uno de los casos más visibles y palpables es la situación institucional de la instrucción, especialmente, y es a lo que va este atisbo de crítica en esta primera entrada, de la instrucción del Derecho como disciplina. Ello, sin duda, está imbricado no sólo con una proyección de profesional de dicho ámbito que tienden a privilegiar las universidades, sino con la profesión misma de la abogacía y el papel que funge hoy en nuestro sistema.

No creo que deba haber duda sobre la inserción de la profesión de la abogacía en el mercado laboral de nuestra supuesta sociedad abierta y libre. Claro está, la concepción de abogado o abogada se diluye y desarrolla según las realidades materiales imperantes en los diversos estadios históricos en el que el ser humano ha seguido siendo protagonista en el mundo. En nuestra concepción de capitalismo tardío o postindustrial o, mejor dicho y atinado con las crisis fiscales y financieras de nuestra época, capitalismo financiero, la oferta laboral en el ámbito del Derecho suele concebirse de la misma forma que cualquier desempeño técnico dentro de una sociedad que privilegia la acción técnica sobre la teórica. La producción desmesurada de bienes de consumo o servicios suele devenir en la correspondiente acumulación y concentración de capital en las arcas de un grupúsculo mínimo en la sociedad que, de forma muy lamentable, suele socavar las estructuras democráticas mismas de nuestros sistemas de gobierno. La profesión legal no está abstraída de esta realidad, sino que suele perpetuarla y mantenerla intacta según falaces argumentos de libre comercio y concepciones libertarias conservadoras. De que existen excepciones, claro, sin duda, pero dichas excepciones son precisamente las que deberían ser la no-excepción en nuestra sociedad atestada de inequidades. 

¿Por qué no deberíamos considerar la profesión de la abogacía como una mera herramienta de acumulación de ingresos?¿Qué hace a esta profesión ser diferente a tantas otras en nuestra sociedad? ¿Por qué seguir equiparándola a trabajos técnicos necesarios para que, en gran parte, las inequidades e injusticias sociales se perpetúen?¿Por qué todavía nos creemos el cuento de que el abogado o abogada exitosa es aquella que defiende a quienes más capital tienen para invertir en una defensa y no el que hace de tripas corazones para intentar defender casi lo indefendible, pero muy justo, en nuestro sistema? Sin duda alguna, la profesión de la abogacía, hoy por hoy reconocida y promulgada como una oportunidad de generar ingresos y ostentar estilos de vida "propios" del gremio según nuestra sociedad de consumo, ha hecho mercancía no sólo el trabajo del abogado o abogada, sino la justicia misma. Sobre una de las interrogantes antes mencionada, que espero se sigan reflexionando imperativamente en más espacios, es preciso mencionar que esta profesión tiene un distintivo único que la diferencia y contrasta de las demás profesiones u oficios, aunque en gran medida se considere hoy como un mero oficio. 

Los orígenes de la abogacía se remontan a tiempos prácticamente inmemorables y culturas sumamente antiguas, pero el propósito que ha mantenido dicho ámbito profesional ha sido el defender a quien necesita defensa con una idea de justicia como principio rector. Nuestro Estado de derecho constitucional y democrático, amparado en los modelos de estado moderno y benefactor, han instaurado una estructura constitucional de regulación normativa que debe respetarse a pesar de las voluntades mayoritarias y los vaivenes político-partidistas. Nuestras constituciones existen precisamente para, dentro de una democracia, salvaguardar los derechos reconocidos por los y las constituyentes como imperativos éticos plasmados normativamente en el documento fundacional de una sociedad democrática y constitucional. Lamentablemente, dichos derechos, especialmente los de los más desprovistos de poder adquisitivo son violentados día a día de forma aplastante e indigna y, de manera lastimera, no encuentran representaciones legales suficientes como para darles la representación requerida y ordenada por nuestro sistema de gobierno. Ello, en gran parte, surge de la idea de abogacía como oficio que se propicia desde las instituciones de instrucción tanto pública como privada. 

Los currículos de las facultades de Derecho cada vez más se tornan catálogos de ofertas técnicas como si nuestro ordenamiento jurídico se tratara de una nevera o máquina. La abstracción de las realidades sociales suele ser una norma abrumadora en dicho tipo de institución, y más que una herramienta de cambio social o defensa de lo justo, el Derecho suele ser percibido como un escaparate de silogismos lógicos que nos hacen sentido. Más aún, no sólo los exámenes discriminatorios para ingresar a las facultades de Derecho son la ventana a una sociedad elementalmente discriminatoria, sino las ofertas de trabajo no sólo de veranos, sino luego de culminada la carrera, suelen ser las de mercaderes de la justicia, las de la compra y venta de oportunidades de adquirir un remedio justo en un mercado donde el que no tiene poder adquisitivo suficiente es realmente avasallado. Las expectativas de muchos compañeros y compañeras estudiantes de Derecho son, y no debe caber duda de ello, visualizadas según las conclusiones de acertijos de costo beneficio dentro de nuestro mercado. Asimismo, como ya mencioné anteriormente, la profesión de la abogacía es distinguible absolutamente de las demás profesiones u oficios por su naturaleza misma. No obstante, ¿qué pasa cuando los y las abogadas tienen como objetivo último el generar ingresos y acumular cantidades de capital para cumplir con un estándar de estilo de vida social requerido por nuestra sociedad consumista al máximo?¿Dónde quedan las representaciones competentes y el acceso a la justicia de aquellos y aquellas que no tiene tanto como para pagar un auto lujoso o el colegio privado al que acuden los hijos y las hijas de los y las abogadas? 

Podríamos estar discutiendo el tema ad nauseam, pero creo que podemos llegar a la conclusión de que, tanto a nivel formativo e instructivo, como a nivel laboral, el ámbito o subsistema de Derecho ha sido tecnificado de tal forma que, en realidad, hoy es un oficio como otro cualquiera. Mientras siga siendo de esa manera, y no hayan políticas públicas de parte del Estado, custodio máximo de la Constitución, que inciten a los y las abogadas a (1) ser lo más conscientes posibles de nuestra realidad social-económica-política-cultural; (2) a promover currículos universitarios donde se comprenda el Derecho en vez de valorar las capacidades de memoria del estudiante o aspirante al ejercicio de la profesión; (3) a que se haga obligatorio el servicio público por determinado término de tiempo ante la enorme carencia de servicios legales a los y las más pobres de nuestra sociedad; (4) a la permanencia de un espacio público como un Colegio de Abogados donde los y las miembros del gremio no sólo tengan contacto entre sí, sino que aporten mano a mano a adelantar causas, procesos y defensas propias de una sociedad que lucha contra la injusticia que provoca nuestro sistema de mercado; (5) a regular mediante tributación y evitar que las partes dentro de un pleito adversativo creen una polarización de capital tan absurda como la que vemos todos los días en, quizá por mencionar dos ejemplos, en casos laborales y penales, porque es muy probable que nunca haya justicia cuando hay una disparidad tan absoluta de capitales entre las partes; (6) a la toma de consciencia, en definitiva, de que, a pesar de nuestra ideología mercantil, somos abogados y abogadas con deberes éticos que no se cumple con varias horas de educación continua o llevando uno o dos casos pro bono al año (ni hablar de los grandes bufetes como corporaciones industriales de la justicia), sino con el apercibimiento de que, si en realidad hay tanta gente con preocupaciones, litigios y problemas legales, somos nosotros y nosotras las que debemos acudir a ejercer esa maravillosa y necesaria profesión que es la del advocatus

A discutirlo!

lunes, 17 de octubre de 2011

Pertinencia de una ética del discurso en nuestras relaciones inter-subjetivas

Cuando en un debate, diálogo o comunicación inter-subjetiva existe la impresión genuina y auténtica de la existencia de intimidación cuando se emiten actos de habla por alguno de los participantes, algo a nivel discursivo se aleja de la finalidad de un entendimiento mediante la acción comunicativa. Ello conlleva, a su vez, erradicar la posibilidad de que, mediante interacciones comunicativas se pueda llegar a un consenso entre las partes que se mida por el reconocimiento inter-subjetivo de las pretensiones de validez que integran la comunicación. En otras palabras, al eliminar la posibilidad de dicho consenso entre partes iguales con pretensiones de validez que se miden por su peso racional dentro de una deliberación auténtica, se está actuando con la finalidad de conseguir mediante una acción estratégica  influir sobre el otro mediante la amenaza de sanciones o la promesa de gratificaciones con el fin de conseguir la deseada prosecución de una interacción. Por el contrario, en la acción comunicativa cada actor se percibe como racionalmente impelido a una acción complementaria gracias al efecto vinculante de locución de una oferta de acto de habla. Dicho efecto vinculante de impeler a un oyente a aceptar tal oferta no tiene una relación directa con la validez de lo dicho, sino en la garantía surgida de la coordinación que formula el hablante de que, llegado el caso, hará realidad la pretensión de validez que ha esgrimido. 

Entonces, ¿por qué es importante, en términos éticos y democráticos, realizar un esfuerzo genuino de llevar a cabo acciones comunicativas dirigidas al entendimiento entre las partes?¿Qué efectos tiene, por el contrario, una actitud de acción estratégica de actos de habla en los que se pretenda conseguir un fin mediante la coerción o el premio, desvinculados del peso racional de la pretensión de validez que se esboza?¿Dónde radica, por ejemplo, la legitimación de las normas que se pretenden establecer mediante una deliberación cuando existe coerción en la acción estratégica que se emplea? Pues bien, no es posible contestar en detalle tan difíciles preguntas, pero sí nos podemos aproximar con las aportaciones de Habermas y su teoría del discurso a atajar algunos de los problemas que surgen de esta diferenciación entre acción comunicativa y acción estratégica. 

Primeramente, entiendo pertinente apuntar a algunas de las condiciones elementales y necesarias para llevar a cabo una deliberación con fines de llegar a un entendimiento entre las partes. Evidentemente los integrantes en dicha interrelación comunicativa deben compartir un código de significados y significantes que sirva de vehículo comunicativo mediante los cuales los actos de habla se hagan inteligibles. Sin dicha característica no podría ser viable ningún tipo de acto de habla que esgrima una pretensión de validez inteligible para el oyente. Asimismo, es imperativo que los actores en el momento deliberativo sean realmente pares o que tengan el mismo reconocimiento moral recíproco. En otras palabras, que no existan jerarquías entre los participantes que propendan más a acciones estratégicas, voluntaria o involuntariamente, que a acciones comunicativas. En nuestros estados modernos y, aún más, democráticos y constitucionales, si en realidad se desea una democracia depurada y justa, los integrantes en el debate tienen que ser moralmente iguales, lo que erradica las discriminaciones infundadas como lo son el racismo, la xenofobia, la homofobia, el sexismo, etc., que puedan influir la comunicación inter-subjetiva entre las personas. De igual manera, y lo que es imprescindible para la búsqueda del entendimiento entre la partes y no el avasallar al otro con argumentos violentos o coercitivos, el entrar en el debate o deliberación con la actitud de poder ser convencido por las razones dichas por un participante en el debate para convencer sobre la verdad de su pretensión de validez. Así, esto requiere un posicionamiento ético de respeto hacia el otro, hacia el oyente, que es mi par en el diálogo o deliberación y, a base de dicha igualdad moral entre sujetos racionales, un apercibimiento de que cabe la posibilidad de que genuinamente pueda ser convencido por las razones que ese otro u otra me esboce para justificar determinado acto de habla. 

Al tener como finalidad el entendimiento, y no la prosecución de lo que se desee lograr mediante la acción estratégica, la única coerción que debe existir en la deliberación es el peso del mejor argumento racional para avalar una pretensión de validez proferida por uno de los participantes. Esto quiere decir que no cabe hablar, si se pretende el entendimiento entre las partes mediante un consenso que se mida mediante el reconocimiento inter-subjetivo de las pretensiones de validez, de amenazas con sanciones, castigos, intimidaciones y demás estrategias retóricas que coarten precisamente la libertad del sujeto o del otro en el debate. Las vociferaciones, los epítetos, insultos, personalismos, gritos pueden servir para obstaculizar la acción comunicativa que propenda a un entendimiento, pues sirven para la consecución de una finalidad no mediante el consenso inter-subjetivo respecto a las pretensiones de validez envueltas en el diálogo, sino mediante la violencia o la coerción. Dicha actitud, en gran parte, puede provenir de actores que entiendan no tienen razones suficientes para convencer al oyente de que su pretensión de validez es cierta o racionalmente válida, o que sean del parecer de que es más importante la finalidad de la acción estratégica que escuchar lo qué tenga que decir el oyente, entre otras razones. Sin duda, en una democracia deliberativa, esta actitud le falta el respeto al oyente que debe ser considerado como moralmente igual, y tiende a promulgar y perpetuar relaciones de opresión y explotación entre los participantes. Si la norma social o moral obtenida obedece a la coerción o violencia, entonces ¿dónde radica su legitimación?¿Debe ser seguida por los afectados dentro de una democracia?

Evitando entrar en la validez de las normas jurídicas, donde Habermas aplica la ética del discurso al discurso jurídico propiamente, por razón de que es un tema tan abarcador que no se acabaría esta entrada, en términos generales, Habermas parte de Kant para desarrollar su ética discursiva y de las éticas cognitivas que se remiten aquella intuición que Kant formuló como el imperativo categórico. Como ética basada en la razón, el principio moral, en Kant, se concibe de forma que excluye como inválidas aquellas normas que no consiguen la aprobación cualificada de todos los posibles destinatarios o afectados. Dicho de otra forma, que el "principio puente", como lo llama Habermas, que posibilita el consenso debe asegurar que únicamente se acepten como válidas aquellas normas que expresen una voluntad general o, como lo afirma en múltiples ocasiones Kant en su filosofía moral, que han de poder convertirse en "ley universal". Dicho principio de universalidad, que posibilita una ética cognitiva, la acoge Habermas y la reformula de la siguiente manera: "cada norma válida habrá de satisfacer la condición de que las consecuencias y efectos secundarios que se siguen de su acatamiento general para la satisfacción de los intereses de cada persona (presumiblemente) puedan resultar aceptados por todos los afectados (así como preferidos a los efectos de las posibilidades sustitutivas de la regulación)". Habermas, Ética del Discurso. Notas para un programa sobre su fundamentación, Ed. Trotta, Madrid, 2008, pág. 76. Es dicho principio que, como también concluye G. H. Mead, posibilita la formación imparcial del juicio que, a su vez, se expresa en un principio que obliga a cada cual en el círculo de los afectados a acomodarse a la perspectiva de todos los demás a la hora de sopesar los intereses. No obstante, advierte Habermas, dicho principio de universalidad no debe confundirse con la idea fundamental de una ética discursiva, aunque sí la complementa como puente para ésta. Según la ética discursiva, una norma únicamente puede aspirar a tener validez cuando todas las personas a las que afecta consiguen ponerse de acuerdo (o pueden ponerse de acuerdo) en cuanto participantes de un discurso práctico en el que dicha norma es válida. 

Claro está, dicho proceso de creación y reconocimiento de normas debe darse mediante una deliberación entre seres racionales moralmente iguales que reconozcan que se pusieron o debieron haberse puesto de acuerdo en que una norma que les afecta es válida. Es evidente que Habermas, con su teoría de acción comunicativa, pretendió combatir a toda costa el ontologismo imperante en la filosofía occidental, lo que tuvo como consecuencia el que tuviera que llevar a cabo ejercicios teóricos y metodológicos para fundamentar la validez de las normas dentro de un discurso moral o un discurso legal. Dicho así, la validez de los argumentos se va a medir por el peso racional que tengan dentro de un ambiente de deliberación entre pares racionales. La finalidad de la acción comunicativa no es el conseguir determinada finalidad obviando lo que tenga que decir el otro o la otra, sino tomándolo en consideración y respetando su participación como ciudadano deliberativo. Asimismo, es imperativo que, para que en realidad haya buena fe de parte de los integrantes del diálogo, debate o deliberación, exista una actitud de apertura, inclusión y voluntad de ser probablemente convencido por los argumentos del otro u otra. De lo contrario, estaríamos recreando monólogos que, más que racionales, tendrían el efecto de convertirse, mediante las acciones estratégicas, en elementos dogmáticos de un discurso probablemente irracional. En estos tiempos donde las contestaciones mediante insultos, personalismos, argumentos irracionales porque ni toman en consideración los integrantes del intento de diálogo, al parecer son la normalidad en tantos ámbitos de nuestra sociedad, es pertinente  visualizar hacia dónde nos queremos dirigir como colectivo. ¿Deseamos el desarrollo de normas y pretensiones de validez que no cuenten con la participación de los afectados por éstas?¿Avalamos la creación de discursos que, aunque pretenden afectar y quizá afecten una parte de la sociedad, se fundamenten en dogmatismos que aduzcan tener verdades ontológicas?¿Dónde quedo yo, como oyente, como actor, como ciudadano y persona racional dentro de ese tipo de acción comunicativa?¿Es ética la acción estratégica mediante la coerción?

A seguir pensando, que para irracionalismo ya tenemos bastante a diario. 

domingo, 18 de septiembre de 2011

El Derecho como oficio; ¿dónde quedó la justicia entre las partes?

A pesar de todas las críticas proferidas a una abnegación dogmática hacia la técnica como finalidad última de la acción, creo que la institucionalización de esta tecnificación ha esquivado las críticas y se ha interpuesto violentamente en nuestra ideología. Cada vez más se percibe cómo este proceso es más abarcador y se propaga endémicamente como si de un Rey Midas globalizado se tratara. Aquella denuncia de Heidegger, dentro de su ontología, sobre la técnica como finalidad y su relación con la inautenticidad del ser-en-el-mundo, así como las severas advertencias y descripciones realizadas por Adorno, Horkheimer, Benjamin y demás miembros de la Escuela de Teoría Crítica de Frankfurt, sobre lo que en un momento dado se llamó la muerte de la persona tan bien ejemplificada en la obra de Beckett, al parecer se obvió raudamente por las instituciones sociales, especialmente las instituciones estatales. Uno de los casos más visibles y palpables es la situación institucional de la instrucción, especialmente, y es a lo que va este atisbo de crítica en esta primera entrada, de la instrucción del Derecho como disciplina. Ello, sin duda, está imbricado no sólo con una proyección de profesional de dicho ámbito que tienden a privilegiar las universidades, sino con la profesión misma de la abogacía y el papel que funge hoy en nuestro sistema.

No creo que deba haber duda sobre la inserción de la profesión de la abogacía en el mercado laboral de nuestra supuesta sociedad abierta y libre. Claro está, la concepción de abogado o abogada se diluye y desarrolla según las realidades materiales imperantes en los diversos estadios históricos en el que el ser humano ha seguido siendo protagonista en el mundo. En nuestra concepción de capitalismo tardío o postindustrial o, mejor dicho y atinado con las crisis fiscales y financieras de nuestra época, capitalismo financiero, la oferta laboral en el ámbito del Derecho suele concebirse de la misma forma que cualquier desempeño técnico dentro de una sociedad que privilegia la acción técnica sobre la teórica. La producción desmesurada de bienes de consumo o servicios suele devenir en la correspondiente acumulación y concentración de capital en las arcas de un grupúsculo mínimo en la sociedad que, de forma muy lamentable, suele socavar las estructuras democráticas mismas de nuestros sistemas de gobierno. La profesión legal no está abstraída de esta realidad, sino que suele perpetuarla y mantenerla intacta según falaces argumentos de libre comercio y concepciones libertarias conservadoras. De que existen excepciones, claro, sin duda, pero dichas excepciones son precisamente las que deberían ser la no-excepción en nuestra sociedad atestada de inequidades. 

¿Por qué no deberíamos considerar la profesión de la abogacía como una mera herramienta de acumulación de ingresos?¿Qué hace a esta profesión ser diferente a tantas otras en nuestra sociedad? ¿Por qué seguir equiparándola a trabajos técnicos necesarios para que, en gran parte, las inequidades e injusticias sociales se perpetúen?¿Por qué todavía nos creemos el cuento de que el abogado o abogada exitosa es aquella que defiende a quienes más capital tienen para invertir en una defensa y no el que hace de tripas corazones para intentar defender casi lo indefendible, pero muy justo, en nuestro sistema? Sin duda alguna, la profesión de la abogacía, hoy por hoy reconocida y promulgada como una oportunidad de generar ingresos y ostentar estilos de vida "propios" del gremio según nuestra sociedad de consumo, ha hecho mercancía no sólo el trabajo del abogado o abogada, sino la justicia misma. Sobre una de las interrogantes antes mencionada, que espero se sigan reflexionando imperativamente en más espacios, es preciso mencionar que esta profesión tiene un distintivo único que la diferencia y contrasta de las demás profesiones u oficios, aunque en gran medida se considere hoy como un mero oficio. 

Los orígenes de la abogacía se remontan a tiempos prácticamente inmemorables y culturas sumamente antiguas, pero el propósito que ha mantenido dicho ámbito profesional ha sido el defender a quien necesita defensa con una idea de justicia como principio rector. Nuestro Estado de derecho constitucional y democrático, amparado en los modelos de estado moderno y benefactor, han instaurado una estructura constitucional de regulación normativa que debe respetarse a pesar de las voluntades mayoritarias y los vaivenes político-partidistas. Nuestras constituciones existen precisamente para, dentro de una democracia, salvaguardar los derechos reconocidos por los y las constituyentes como imperativos éticos plasmados normativamente en el documento fundacional de una sociedad democrática y constitucional. Lamentablemente, dichos derechos, especialmente los de los más desprovistos de poder adquisitivo son violentados día a día de forma aplastante e indigna y, de manera lastimera, no encuentran representaciones legales suficientes como para darles la representación requerida y ordenada por nuestro sistema de gobierno. Ello, en gran parte, surge de la idea de abogacía como oficio que se propicia desde las instituciones de instrucción tanto pública como privada. 

Los currículos de las facultades de Derecho cada vez más se tornan catálogos de ofertas técnicas como si nuestro ordenamiento jurídico se tratara de una nevera o máquina. La abstracción de las realidades sociales suele ser una norma abrumadora en dicho tipo de institución, y más que una herramienta de cambio social o defensa de lo justo, el Derecho suele ser percibido como un escaparate de silogismos lógicos que nos hacen sentido. Más aún, no sólo los exámenes discriminatorios para ingresar a las facultades de Derecho son la ventana a una sociedad elementalmente discriminatoria, sino las ofertas de trabajo no sólo de veranos, sino luego de culminada la carrera, suelen ser las de mercaderes de la justicia, las de la compra y venta de oportunidades de adquirir un remedio justo en un mercado donde el que no tiene poder adquisitivo suficiente es realmente avasallado. Las expectativas de muchos compañeros y compañeras estudiantes de Derecho son, y no debe caber duda de ello, visualizadas según las conclusiones de acertijos de costo beneficio dentro de nuestro mercado. Asimismo, como ya mencioné anteriormente, la profesión de la abogacía es distinguible absolutamente de las demás profesiones u oficios por su naturaleza misma. No obstante, ¿qué pasa cuando los y las abogadas tienen como objetivo último el generar ingresos y acumular cantidades de capital para cumplir con un estándar de estilo de vida social requerido por nuestra sociedad consumista al máximo?¿Dónde quedan las representaciones competentes y el acceso a la justicia de aquellos y aquellas que no tiene tanto como para pagar un auto lujoso o el colegio privado al que acuden los hijos y las hijas de los y las abogadas? 

Podríamos estar discutiendo el tema ad nauseam, pero creo que podemos llegar a la conclusión de que, tanto a nivel formativo e instructivo, como a nivel laboral, el ámbito o subsistema de Derecho ha sido tecnificado de tal forma que, en realidad, hoy es un oficio como otro cualquiera. Mientras siga siendo de esa manera, y no hayan políticas públicas de parte del Estado, custodio máximo de la Constitución, que inciten a los y las abogadas a (1) ser lo más conscientes posibles de nuestra realidad social-económica-política-cultural; (2) a promover currículos universitarios donde se comprenda el Derecho en vez de valorar las capacidades de memoria del estudiante o aspirante al ejercicio de la profesión; (3) a que se haga obligatorio el servicio público por determinado término de tiempo ante la enorme carencia de servicios legales a los y las más pobres de nuestra sociedad; (4) a la permanencia de un espacio público como un Colegio de Abogados donde los y las miembros del gremio no sólo tengan contacto entre sí, sino que aporten mano a mano a adelantar causas, procesos y defensas propias de una sociedad que lucha contra la injusticia que provoca nuestro sistema de mercado; (5) a regular mediante tributación y evitar que las partes dentro de un pleito adversativo creen una polarización de capital tan absurda como la que vemos todos los días en, quizá por mencionar dos ejemplos, en casos laborales y penales, porque es muy probable que nunca haya justicia cuando hay una disparidad tan absoluta de capitales entre las partes; (6) a la toma de consciencia, en definitiva, de que, a pesar de nuestra ideología mercantil, somos abogados y abogadas con deberes éticos que no se cumple con varias horas de educación continua o llevando uno o dos casos pro bono al año (ni hablar de los grandes bufetes como corporaciones industriales de la justicia), sino con el apercibimiento de que, si en realidad hay tanta gente con preocupaciones, litigios y problemas legales, somos nosotros y nosotras las que debemos acudir a ejercer esa maravillosa y necesaria profesión que es la del advocatus

A discutirlo!

.