domingo, 18 de septiembre de 2011

El Derecho como oficio; ¿dónde quedó la justicia entre las partes?

A pesar de todas las críticas proferidas a una abnegación dogmática hacia la técnica como finalidad última de la acción, creo que la institucionalización de esta tecnificación ha esquivado las críticas y se ha interpuesto violentamente en nuestra ideología. Cada vez más se percibe cómo este proceso es más abarcador y se propaga endémicamente como si de un Rey Midas globalizado se tratara. Aquella denuncia de Heidegger, dentro de su ontología, sobre la técnica como finalidad y su relación con la inautenticidad del ser-en-el-mundo, así como las severas advertencias y descripciones realizadas por Adorno, Horkheimer, Benjamin y demás miembros de la Escuela de Teoría Crítica de Frankfurt, sobre lo que en un momento dado se llamó la muerte de la persona tan bien ejemplificada en la obra de Beckett, al parecer se obvió raudamente por las instituciones sociales, especialmente las instituciones estatales. Uno de los casos más visibles y palpables es la situación institucional de la instrucción, especialmente, y es a lo que va este atisbo de crítica en esta primera entrada, de la instrucción del Derecho como disciplina. Ello, sin duda, está imbricado no sólo con una proyección de profesional de dicho ámbito que tienden a privilegiar las universidades, sino con la profesión misma de la abogacía y el papel que funge hoy en nuestro sistema.

No creo que deba haber duda sobre la inserción de la profesión de la abogacía en el mercado laboral de nuestra supuesta sociedad abierta y libre. Claro está, la concepción de abogado o abogada se diluye y desarrolla según las realidades materiales imperantes en los diversos estadios históricos en el que el ser humano ha seguido siendo protagonista en el mundo. En nuestra concepción de capitalismo tardío o postindustrial o, mejor dicho y atinado con las crisis fiscales y financieras de nuestra época, capitalismo financiero, la oferta laboral en el ámbito del Derecho suele concebirse de la misma forma que cualquier desempeño técnico dentro de una sociedad que privilegia la acción técnica sobre la teórica. La producción desmesurada de bienes de consumo o servicios suele devenir en la correspondiente acumulación y concentración de capital en las arcas de un grupúsculo mínimo en la sociedad que, de forma muy lamentable, suele socavar las estructuras democráticas mismas de nuestros sistemas de gobierno. La profesión legal no está abstraída de esta realidad, sino que suele perpetuarla y mantenerla intacta según falaces argumentos de libre comercio y concepciones libertarias conservadoras. De que existen excepciones, claro, sin duda, pero dichas excepciones son precisamente las que deberían ser la no-excepción en nuestra sociedad atestada de inequidades. 

¿Por qué no deberíamos considerar la profesión de la abogacía como una mera herramienta de acumulación de ingresos?¿Qué hace a esta profesión ser diferente a tantas otras en nuestra sociedad? ¿Por qué seguir equiparándola a trabajos técnicos necesarios para que, en gran parte, las inequidades e injusticias sociales se perpetúen?¿Por qué todavía nos creemos el cuento de que el abogado o abogada exitosa es aquella que defiende a quienes más capital tienen para invertir en una defensa y no el que hace de tripas corazones para intentar defender casi lo indefendible, pero muy justo, en nuestro sistema? Sin duda alguna, la profesión de la abogacía, hoy por hoy reconocida y promulgada como una oportunidad de generar ingresos y ostentar estilos de vida "propios" del gremio según nuestra sociedad de consumo, ha hecho mercancía no sólo el trabajo del abogado o abogada, sino la justicia misma. Sobre una de las interrogantes antes mencionada, que espero se sigan reflexionando imperativamente en más espacios, es preciso mencionar que esta profesión tiene un distintivo único que la diferencia y contrasta de las demás profesiones u oficios, aunque en gran medida se considere hoy como un mero oficio. 

Los orígenes de la abogacía se remontan a tiempos prácticamente inmemorables y culturas sumamente antiguas, pero el propósito que ha mantenido dicho ámbito profesional ha sido el defender a quien necesita defensa con una idea de justicia como principio rector. Nuestro Estado de derecho constitucional y democrático, amparado en los modelos de estado moderno y benefactor, han instaurado una estructura constitucional de regulación normativa que debe respetarse a pesar de las voluntades mayoritarias y los vaivenes político-partidistas. Nuestras constituciones existen precisamente para, dentro de una democracia, salvaguardar los derechos reconocidos por los y las constituyentes como imperativos éticos plasmados normativamente en el documento fundacional de una sociedad democrática y constitucional. Lamentablemente, dichos derechos, especialmente los de los más desprovistos de poder adquisitivo son violentados día a día de forma aplastante e indigna y, de manera lastimera, no encuentran representaciones legales suficientes como para darles la representación requerida y ordenada por nuestro sistema de gobierno. Ello, en gran parte, surge de la idea de abogacía como oficio que se propicia desde las instituciones de instrucción tanto pública como privada. 

Los currículos de las facultades de Derecho cada vez más se tornan catálogos de ofertas técnicas como si nuestro ordenamiento jurídico se tratara de una nevera o máquina. La abstracción de las realidades sociales suele ser una norma abrumadora en dicho tipo de institución, y más que una herramienta de cambio social o defensa de lo justo, el Derecho suele ser percibido como un escaparate de silogismos lógicos que nos hacen sentido. Más aún, no sólo los exámenes discriminatorios para ingresar a las facultades de Derecho son la ventana a una sociedad elementalmente discriminatoria, sino las ofertas de trabajo no sólo de veranos, sino luego de culminada la carrera, suelen ser las de mercaderes de la justicia, las de la compra y venta de oportunidades de adquirir un remedio justo en un mercado donde el que no tiene poder adquisitivo suficiente es realmente avasallado. Las expectativas de muchos compañeros y compañeras estudiantes de Derecho son, y no debe caber duda de ello, visualizadas según las conclusiones de acertijos de costo beneficio dentro de nuestro mercado. Asimismo, como ya mencioné anteriormente, la profesión de la abogacía es distinguible absolutamente de las demás profesiones u oficios por su naturaleza misma. No obstante, ¿qué pasa cuando los y las abogadas tienen como objetivo último el generar ingresos y acumular cantidades de capital para cumplir con un estándar de estilo de vida social requerido por nuestra sociedad consumista al máximo?¿Dónde quedan las representaciones competentes y el acceso a la justicia de aquellos y aquellas que no tiene tanto como para pagar un auto lujoso o el colegio privado al que acuden los hijos y las hijas de los y las abogadas? 

Podríamos estar discutiendo el tema ad nauseam, pero creo que podemos llegar a la conclusión de que, tanto a nivel formativo e instructivo, como a nivel laboral, el ámbito o subsistema de Derecho ha sido tecnificado de tal forma que, en realidad, hoy es un oficio como otro cualquiera. Mientras siga siendo de esa manera, y no hayan políticas públicas de parte del Estado, custodio máximo de la Constitución, que inciten a los y las abogadas a (1) ser lo más conscientes posibles de nuestra realidad social-económica-política-cultural; (2) a promover currículos universitarios donde se comprenda el Derecho en vez de valorar las capacidades de memoria del estudiante o aspirante al ejercicio de la profesión; (3) a que se haga obligatorio el servicio público por determinado término de tiempo ante la enorme carencia de servicios legales a los y las más pobres de nuestra sociedad; (4) a la permanencia de un espacio público como un Colegio de Abogados donde los y las miembros del gremio no sólo tengan contacto entre sí, sino que aporten mano a mano a adelantar causas, procesos y defensas propias de una sociedad que lucha contra la injusticia que provoca nuestro sistema de mercado; (5) a regular mediante tributación y evitar que las partes dentro de un pleito adversativo creen una polarización de capital tan absurda como la que vemos todos los días en, quizá por mencionar dos ejemplos, en casos laborales y penales, porque es muy probable que nunca haya justicia cuando hay una disparidad tan absoluta de capitales entre las partes; (6) a la toma de consciencia, en definitiva, de que, a pesar de nuestra ideología mercantil, somos abogados y abogadas con deberes éticos que no se cumple con varias horas de educación continua o llevando uno o dos casos pro bono al año (ni hablar de los grandes bufetes como corporaciones industriales de la justicia), sino con el apercibimiento de que, si en realidad hay tanta gente con preocupaciones, litigios y problemas legales, somos nosotros y nosotras las que debemos acudir a ejercer esa maravillosa y necesaria profesión que es la del advocatus

A discutirlo!

domingo, 18 de septiembre de 2011

El Derecho como oficio; ¿dónde quedó la justicia entre las partes?

A pesar de todas las críticas proferidas a una abnegación dogmática hacia la técnica como finalidad última de la acción, creo que la institucionalización de esta tecnificación ha esquivado las críticas y se ha interpuesto violentamente en nuestra ideología. Cada vez más se percibe cómo este proceso es más abarcador y se propaga endémicamente como si de un Rey Midas globalizado se tratara. Aquella denuncia de Heidegger, dentro de su ontología, sobre la técnica como finalidad y su relación con la inautenticidad del ser-en-el-mundo, así como las severas advertencias y descripciones realizadas por Adorno, Horkheimer, Benjamin y demás miembros de la Escuela de Teoría Crítica de Frankfurt, sobre lo que en un momento dado se llamó la muerte de la persona tan bien ejemplificada en la obra de Beckett, al parecer se obvió raudamente por las instituciones sociales, especialmente las instituciones estatales. Uno de los casos más visibles y palpables es la situación institucional de la instrucción, especialmente, y es a lo que va este atisbo de crítica en esta primera entrada, de la instrucción del Derecho como disciplina. Ello, sin duda, está imbricado no sólo con una proyección de profesional de dicho ámbito que tienden a privilegiar las universidades, sino con la profesión misma de la abogacía y el papel que funge hoy en nuestro sistema.

No creo que deba haber duda sobre la inserción de la profesión de la abogacía en el mercado laboral de nuestra supuesta sociedad abierta y libre. Claro está, la concepción de abogado o abogada se diluye y desarrolla según las realidades materiales imperantes en los diversos estadios históricos en el que el ser humano ha seguido siendo protagonista en el mundo. En nuestra concepción de capitalismo tardío o postindustrial o, mejor dicho y atinado con las crisis fiscales y financieras de nuestra época, capitalismo financiero, la oferta laboral en el ámbito del Derecho suele concebirse de la misma forma que cualquier desempeño técnico dentro de una sociedad que privilegia la acción técnica sobre la teórica. La producción desmesurada de bienes de consumo o servicios suele devenir en la correspondiente acumulación y concentración de capital en las arcas de un grupúsculo mínimo en la sociedad que, de forma muy lamentable, suele socavar las estructuras democráticas mismas de nuestros sistemas de gobierno. La profesión legal no está abstraída de esta realidad, sino que suele perpetuarla y mantenerla intacta según falaces argumentos de libre comercio y concepciones libertarias conservadoras. De que existen excepciones, claro, sin duda, pero dichas excepciones son precisamente las que deberían ser la no-excepción en nuestra sociedad atestada de inequidades. 

¿Por qué no deberíamos considerar la profesión de la abogacía como una mera herramienta de acumulación de ingresos?¿Qué hace a esta profesión ser diferente a tantas otras en nuestra sociedad? ¿Por qué seguir equiparándola a trabajos técnicos necesarios para que, en gran parte, las inequidades e injusticias sociales se perpetúen?¿Por qué todavía nos creemos el cuento de que el abogado o abogada exitosa es aquella que defiende a quienes más capital tienen para invertir en una defensa y no el que hace de tripas corazones para intentar defender casi lo indefendible, pero muy justo, en nuestro sistema? Sin duda alguna, la profesión de la abogacía, hoy por hoy reconocida y promulgada como una oportunidad de generar ingresos y ostentar estilos de vida "propios" del gremio según nuestra sociedad de consumo, ha hecho mercancía no sólo el trabajo del abogado o abogada, sino la justicia misma. Sobre una de las interrogantes antes mencionada, que espero se sigan reflexionando imperativamente en más espacios, es preciso mencionar que esta profesión tiene un distintivo único que la diferencia y contrasta de las demás profesiones u oficios, aunque en gran medida se considere hoy como un mero oficio. 

Los orígenes de la abogacía se remontan a tiempos prácticamente inmemorables y culturas sumamente antiguas, pero el propósito que ha mantenido dicho ámbito profesional ha sido el defender a quien necesita defensa con una idea de justicia como principio rector. Nuestro Estado de derecho constitucional y democrático, amparado en los modelos de estado moderno y benefactor, han instaurado una estructura constitucional de regulación normativa que debe respetarse a pesar de las voluntades mayoritarias y los vaivenes político-partidistas. Nuestras constituciones existen precisamente para, dentro de una democracia, salvaguardar los derechos reconocidos por los y las constituyentes como imperativos éticos plasmados normativamente en el documento fundacional de una sociedad democrática y constitucional. Lamentablemente, dichos derechos, especialmente los de los más desprovistos de poder adquisitivo son violentados día a día de forma aplastante e indigna y, de manera lastimera, no encuentran representaciones legales suficientes como para darles la representación requerida y ordenada por nuestro sistema de gobierno. Ello, en gran parte, surge de la idea de abogacía como oficio que se propicia desde las instituciones de instrucción tanto pública como privada. 

Los currículos de las facultades de Derecho cada vez más se tornan catálogos de ofertas técnicas como si nuestro ordenamiento jurídico se tratara de una nevera o máquina. La abstracción de las realidades sociales suele ser una norma abrumadora en dicho tipo de institución, y más que una herramienta de cambio social o defensa de lo justo, el Derecho suele ser percibido como un escaparate de silogismos lógicos que nos hacen sentido. Más aún, no sólo los exámenes discriminatorios para ingresar a las facultades de Derecho son la ventana a una sociedad elementalmente discriminatoria, sino las ofertas de trabajo no sólo de veranos, sino luego de culminada la carrera, suelen ser las de mercaderes de la justicia, las de la compra y venta de oportunidades de adquirir un remedio justo en un mercado donde el que no tiene poder adquisitivo suficiente es realmente avasallado. Las expectativas de muchos compañeros y compañeras estudiantes de Derecho son, y no debe caber duda de ello, visualizadas según las conclusiones de acertijos de costo beneficio dentro de nuestro mercado. Asimismo, como ya mencioné anteriormente, la profesión de la abogacía es distinguible absolutamente de las demás profesiones u oficios por su naturaleza misma. No obstante, ¿qué pasa cuando los y las abogadas tienen como objetivo último el generar ingresos y acumular cantidades de capital para cumplir con un estándar de estilo de vida social requerido por nuestra sociedad consumista al máximo?¿Dónde quedan las representaciones competentes y el acceso a la justicia de aquellos y aquellas que no tiene tanto como para pagar un auto lujoso o el colegio privado al que acuden los hijos y las hijas de los y las abogadas? 

Podríamos estar discutiendo el tema ad nauseam, pero creo que podemos llegar a la conclusión de que, tanto a nivel formativo e instructivo, como a nivel laboral, el ámbito o subsistema de Derecho ha sido tecnificado de tal forma que, en realidad, hoy es un oficio como otro cualquiera. Mientras siga siendo de esa manera, y no hayan políticas públicas de parte del Estado, custodio máximo de la Constitución, que inciten a los y las abogadas a (1) ser lo más conscientes posibles de nuestra realidad social-económica-política-cultural; (2) a promover currículos universitarios donde se comprenda el Derecho en vez de valorar las capacidades de memoria del estudiante o aspirante al ejercicio de la profesión; (3) a que se haga obligatorio el servicio público por determinado término de tiempo ante la enorme carencia de servicios legales a los y las más pobres de nuestra sociedad; (4) a la permanencia de un espacio público como un Colegio de Abogados donde los y las miembros del gremio no sólo tengan contacto entre sí, sino que aporten mano a mano a adelantar causas, procesos y defensas propias de una sociedad que lucha contra la injusticia que provoca nuestro sistema de mercado; (5) a regular mediante tributación y evitar que las partes dentro de un pleito adversativo creen una polarización de capital tan absurda como la que vemos todos los días en, quizá por mencionar dos ejemplos, en casos laborales y penales, porque es muy probable que nunca haya justicia cuando hay una disparidad tan absoluta de capitales entre las partes; (6) a la toma de consciencia, en definitiva, de que, a pesar de nuestra ideología mercantil, somos abogados y abogadas con deberes éticos que no se cumple con varias horas de educación continua o llevando uno o dos casos pro bono al año (ni hablar de los grandes bufetes como corporaciones industriales de la justicia), sino con el apercibimiento de que, si en realidad hay tanta gente con preocupaciones, litigios y problemas legales, somos nosotros y nosotras las que debemos acudir a ejercer esa maravillosa y necesaria profesión que es la del advocatus

A discutirlo!

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