viernes, 9 de octubre de 2009

Introducción sobre eticidad y universidad

La universidad, tanto pública como privada, como institución social longeva, no ha sido, ni lo es hoy día, una entidad inmune a los avatares ideológicos de los diversos períodos históricos que le han servido como escenarios temporales. Comúnmente se suelen expresar definiciones de universidad con suma facilidad, no así auscultando los factores socio-económicos y políticos que subyacen la ideología que caracteriza y delimita la función y existencia misma de un centro de educación superior. De forma simplista, podríamos llegar a un acuerdo sobre la función técnica de la universidad moderna, heredera de ideas ilustradas y perspectivas enraizadas en corrientes pragmatistas, con contadas excepciones. Así, la universidad es aquella institución que concentra un gran cúmulo de conocimiento y lo distribuye a personas que han sido privilegiadas por un sistema que constante y dinámicamente crea categorías para clasificar seres humanos en función de determinada ideología. En otras palabras, la institución universitaria funge como espacio de concentración, hoy menos absoluto, de conocimiento y, por ende, de poder en nuestras sociedades. Entendiendo entonces la importancia tan enorme que define a la universidad como vía de canalización de la distribución de un aspecto del poder tan esencial como el conocimiento y la técnica, es imperativo reflexionar y, sobre todo, pensar, en función de qué, y por qué existe la universidad en una sociedad como la puertorriqueña. 

No es casualidad que los centros universitarios y de educación superior modernos hayan sido espacios de confrontación ideológica y práctica por excelencia. En los centros universitarios el pensar, descubrir y conocer, inevitablemente y por más que lo restrinjan los currículos, suelen emerger como prácticas poderosas en la comunidad universitaria, muchas veces creando conflictos necesarios no sólo dentro de la comunidad, sino dentro de la sociedad misma. Este ejercicio eminentemente democrático suele despreciarse de forma rauda por sectores detractores al cambio social, porque ciertamente se verían afectados si el Estado reconociera lo dinámico y cambiante de una sociedad tan compleja y desigual en la que habitamos. Sin embargo, últimamente esa crítica no sólo impera fuera de la universidad, sino dentro de ella, creando realmente una resistencia que suele privilegiar los principios de la ideología imperante, dictada grandemente por instituciones enclavadas en un sistema económico que dista mucho de ser humano y responsable. 

Ese sistema económico y político, donde la política suele ser el medio, lamentablemente, para satisfacer necesidades de los sectores más privilegiados del país, o sea, de aquellos y aquellas que tienen con qué llevar a cabo una contraprestación en una relación quid pro quo, suele dominar  ámbitos de poder enormemente importantes en nuestras comunidades, como son los medios de comunicación en masa, el mercado laboral y de servicios, así como el ámbito político. En un mercado falazmente libre como en el que nos desenvolvemos como individuos, lo imperante debería ser la producción en masa de personas abrogadas a las técnicas que el mercado requiera para continuar con su desmedida operación de acumulación y concentración de capital, haciéndose cada vez más poderoso y, por ende, en una sociedad como esta, creando más desigualdades sociales. Esta visión ha sido ampliamente recogida por muchísimas instituciones públicas y privadas de una amplia gama de sociedades en nuestros tiempos, y lamentablemente la universidad pública de nuestro país no ha sido la excepción. Cada vez se desvela la intención de la administración de privilegiar determinado enfoque práctico y técnico de la enseñanza, dejando cada vez más atrás aquello que la ideología preeminente considera como inútil. Demás está decir que según lo dicho hasta ahora, los currículos de las distintas disciplinas, con sus temporales y valiosas excepciones, cada vez están más destinados a la enseñanza práctica y técnica de un oficio en el mercado laboral dominado por ese sector privado someramente descrito antes. 

Dado que la libertad y subsistencia en un sistema como este suele adquirirse mediante la adquisición de capital, no es muy extraño que muchos individuos de la comunidad universitaria encuentren este tipo de enfoque del universitario, como técnico menguadamente crítico, como la idea más conveniente para fungir como individuo en la sociedad postindustrial de nuestros días. Sin embargo, esta ideología preeminente que pretende producir seres humanos en masa para servir de mano de obra en las gestiones propias del mercado privado, cuya intervención en las esferas públicas es abrumadora, y su influencia en la creación de categorías y arquetipos sociales también lo es, es el principal, a mi entender, obstáculo para el desarrollo de un ser humano crítico respecto su entorno social, y no un mero buen ciudadano o ciudadana o buen trabajador o trabajadora, como lo suelen promocionar las instituciones que se suelen lucrar del esfuerzo y trabajo de aquéllos y aquéllas. Cuando percibimos estudiantes y profesores y profesoras que llevan a cabo un discurso donde aducen que la universidad debería ser un medio para yo adquirir un diploma  o una acreditación mediante la cual pueda ser alguien en el mercado laboral, estamos ante la derrota de la reflexión y pensamiento en la universidad, y ante un intento de convertir una universidad en mero medio de producción de mercancía laboral, obviando aquello que es tan importante para el autodesarrollo del individuo: el pensamiento y la crítica. 

Más aún, si adoptados esta visión de lo que es universidad, que suele tener bastante arraigo cuando surgen conflictos en la comunidad universitaria, estaríamos privilegiando los intereses individuales y egoístas de los particulares que, inevitablemente, son parte de una comunidad. Una comunidad que no sólo es universitaria, sino que está insertada directamente en la comunidad fuera los límites físicos de las aulas y los espacios propiamente universitarios, o sea, en la sociedad misma. El llevar a cabo este ejercicio también estaría cercenando lo que Aristóteles adujo era un requisito elemental para la ética: la empatía. De no haber empatía con las problemáticas sociales que tanta ayuda necesitan precisamente de aquellos y aquellas privilegiadas que son receptoras de la distribución de conocimiento que hace la universidad, no estaríamos actuando ni pensando éticamente, importándonos poco los efectos que nuestros actos acarrearan en los demás miembros de la comunidad y la sociedad. Precisamente esto es lo que hay que combatir para que la universidad no deje de ser una universitas y se convierta en un mero colegio técnico de personas no sólo alienadas de las realidades sociales y desigualdades marcadas que padecen grandes grupos sociales de nuestra Isla, sino de seres acríticos y que poco les importe el pensar ético, así como la responsabilidad social que tenemos al educarnos no sólo en una universidad pública, sino cuando adquirimos tanto conocimiento/poder para afectar, de forma positiva o negativa, la sociedad misma. 

Estas son acotaciones superficiales de un tema sumamente importante que será abordado, espero, profusamente en este espacio de discusión. 

2 comentarios:

  1. La universidad como comunidad, como colectivo de pensadores críticos que ausculta los males que aquejan a la sociedad de la cual forma parte y procura proveer soluciones concretas a éstos. Ésta, verdaderamente, es la visión de universidad que debe imperar entre los miembros del claustro, entre el estudiantado, aun entre el personal no docente que apoya la labor escolástica que se ha de realizar en este tipo de instituciones. Éste, sin embargo, no es el concepto de universidad al cual se nos ha acostumbrado.

    Como muy bien señala el amigo Zambrana, en Puerto Rico la universidad (incluso la del Estado, la Universidad de Puerto Rico) se ha concebido como un centro de procesamiento y distribución de información diversa. Es decir, como una especie de máquina a través de la cual pasa un grupo de jóvenes, quienes luego de algún tiempo, habrán de graduarse y “aplicar” sin mayor contemplación ni reflexión el “conocimiento” adquirido en uno de los centros de enseñanza “superior” del país. Se lanza, pues, un tropel de autómatas a la comunidad-sociedad que poco aprendió sobre lo que es el análisis de los diversos valores que pugnan por captar la atención del puertorriqueño, sobre lo que significa identificarse con los problemas de los demás ni, muy lamentablemente, sobre el valor de la crítica a las realidades existentes; realidades que, precisamente, pueden ser la causa de nuestras penurias como pueblo. Me temo que el producto universitario de hoy, en su mayoría, es fruto de un tecnicismo extremo, de un culto a lo práctico que priva al país de mentes creativas, dinámicas y llenas de pasión por transformar a nuestro pueblo.

    Ahora bien, no todo ese producto universitario se suscribe a la teoría de que “filosofar” y “pensar” no llevan comida a la mesa y, por lo tanto, no deben ocupar el espacio temporal que muy bien se podría dedicar a servirle a otro a cambio de una remuneración nimia, pero periódica. Hay hombres y mujeres que rehúsan categorizarse como un bien comodificable, que se piensan como parte vital del país en el que les ha tocado vivir y con el cual tienen una gran deuda de servicio y de lealtad. Son personas con ética, conscientes de su rol en comunidad. No son “bestias salvajes soltadas a este mundo”. Reconocen a la sociedad, pues, como un referente cierto sobre el cual y para el cual deben trabajar. Se niegan a limitar su proceso evolutivo-educativo a la simple recepción de normas, teorías, conceptos; se adentran en la realización de ese conocimiento para aplicarlo en el mundo externo (y el interno también). Con ellos no hay disputa —hasta que manifiestan su idea de ser a la comunidad que permanece aferrada a su “realidad” particular.

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  2. Entre ese género de hombres y mujeres, sin embargo, existen aquellos que en su afán por darse (entregarse) a la sociedad para transformarla, sucumben a la trampa del inmovilismo estatal; le hacen el juego al Estado y a los estratos de poder que le sirven de base. La “acción” mediante la cual pretenden transformar a la sociedad responde, más bien, a una doctrina con vida propia, a una ideología particular. En vez de defender una praxis inspirada por valores humanos, por una visión dirigida a preservar al país y promover su desarrollo pleno, se ensimisman en una ambición desmesurada que convierte la determinación individual en el monstro del nihilismo. La “acción” que pretende salvar al país (a nosotros, pueblo identificado por raíces y vínculos históricos, geográficos, lingüísticos, culturales) se convierte en herramienta singular para reforzar al Estado y, desafortunadamente, perpetuar el exceso de injusticia que una vez legitimó el uso de la rebeldía para comprenderse a sí mismo y buscar la superación constante.

    Ejemplo de lo anterior es aquel líder que en vez de movilizar a sus seguidores hacia la realización del conocimiento adquirido, a la implantación de su visión sobre el desarrollo armonioso de la sociedad que le sirve de fundamento, utiliza su estandarte para auto-perpetuarse en su cargo. Este tipo de líderes se ancla en una doctrina, excluye a otros interesados en “pensar”, “crear” y “ser”, para tan sólo “desear” el todo y esperar que algún día llegue la redención.

    Defiendo una concepción de la universidad como comunidad menor en la comunidad-sociedad. Una universidad que es modelo, centro y baluarte del pensamiento crítico, de la empatía y de la realización inicial del ser. En estos momentos el país necesita de la “acción” que pueden ofrecer esos hombres y mujeres con ética. No obstante, al poner en práctica el fruto del proceso educativo-evolutivo que han emprendido en la universidad-comunidad, deben comprender los límites que todos tenemos como seres humanos, la necesidad de que toda esa voluntad se dirija hacia objetivos más grandes que el yo y el peligro que encierra ser inconscientes de nuestra propia limitación.

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viernes, 9 de octubre de 2009

Introducción sobre eticidad y universidad

La universidad, tanto pública como privada, como institución social longeva, no ha sido, ni lo es hoy día, una entidad inmune a los avatares ideológicos de los diversos períodos históricos que le han servido como escenarios temporales. Comúnmente se suelen expresar definiciones de universidad con suma facilidad, no así auscultando los factores socio-económicos y políticos que subyacen la ideología que caracteriza y delimita la función y existencia misma de un centro de educación superior. De forma simplista, podríamos llegar a un acuerdo sobre la función técnica de la universidad moderna, heredera de ideas ilustradas y perspectivas enraizadas en corrientes pragmatistas, con contadas excepciones. Así, la universidad es aquella institución que concentra un gran cúmulo de conocimiento y lo distribuye a personas que han sido privilegiadas por un sistema que constante y dinámicamente crea categorías para clasificar seres humanos en función de determinada ideología. En otras palabras, la institución universitaria funge como espacio de concentración, hoy menos absoluto, de conocimiento y, por ende, de poder en nuestras sociedades. Entendiendo entonces la importancia tan enorme que define a la universidad como vía de canalización de la distribución de un aspecto del poder tan esencial como el conocimiento y la técnica, es imperativo reflexionar y, sobre todo, pensar, en función de qué, y por qué existe la universidad en una sociedad como la puertorriqueña. 

No es casualidad que los centros universitarios y de educación superior modernos hayan sido espacios de confrontación ideológica y práctica por excelencia. En los centros universitarios el pensar, descubrir y conocer, inevitablemente y por más que lo restrinjan los currículos, suelen emerger como prácticas poderosas en la comunidad universitaria, muchas veces creando conflictos necesarios no sólo dentro de la comunidad, sino dentro de la sociedad misma. Este ejercicio eminentemente democrático suele despreciarse de forma rauda por sectores detractores al cambio social, porque ciertamente se verían afectados si el Estado reconociera lo dinámico y cambiante de una sociedad tan compleja y desigual en la que habitamos. Sin embargo, últimamente esa crítica no sólo impera fuera de la universidad, sino dentro de ella, creando realmente una resistencia que suele privilegiar los principios de la ideología imperante, dictada grandemente por instituciones enclavadas en un sistema económico que dista mucho de ser humano y responsable. 

Ese sistema económico y político, donde la política suele ser el medio, lamentablemente, para satisfacer necesidades de los sectores más privilegiados del país, o sea, de aquellos y aquellas que tienen con qué llevar a cabo una contraprestación en una relación quid pro quo, suele dominar  ámbitos de poder enormemente importantes en nuestras comunidades, como son los medios de comunicación en masa, el mercado laboral y de servicios, así como el ámbito político. En un mercado falazmente libre como en el que nos desenvolvemos como individuos, lo imperante debería ser la producción en masa de personas abrogadas a las técnicas que el mercado requiera para continuar con su desmedida operación de acumulación y concentración de capital, haciéndose cada vez más poderoso y, por ende, en una sociedad como esta, creando más desigualdades sociales. Esta visión ha sido ampliamente recogida por muchísimas instituciones públicas y privadas de una amplia gama de sociedades en nuestros tiempos, y lamentablemente la universidad pública de nuestro país no ha sido la excepción. Cada vez se desvela la intención de la administración de privilegiar determinado enfoque práctico y técnico de la enseñanza, dejando cada vez más atrás aquello que la ideología preeminente considera como inútil. Demás está decir que según lo dicho hasta ahora, los currículos de las distintas disciplinas, con sus temporales y valiosas excepciones, cada vez están más destinados a la enseñanza práctica y técnica de un oficio en el mercado laboral dominado por ese sector privado someramente descrito antes. 

Dado que la libertad y subsistencia en un sistema como este suele adquirirse mediante la adquisición de capital, no es muy extraño que muchos individuos de la comunidad universitaria encuentren este tipo de enfoque del universitario, como técnico menguadamente crítico, como la idea más conveniente para fungir como individuo en la sociedad postindustrial de nuestros días. Sin embargo, esta ideología preeminente que pretende producir seres humanos en masa para servir de mano de obra en las gestiones propias del mercado privado, cuya intervención en las esferas públicas es abrumadora, y su influencia en la creación de categorías y arquetipos sociales también lo es, es el principal, a mi entender, obstáculo para el desarrollo de un ser humano crítico respecto su entorno social, y no un mero buen ciudadano o ciudadana o buen trabajador o trabajadora, como lo suelen promocionar las instituciones que se suelen lucrar del esfuerzo y trabajo de aquéllos y aquéllas. Cuando percibimos estudiantes y profesores y profesoras que llevan a cabo un discurso donde aducen que la universidad debería ser un medio para yo adquirir un diploma  o una acreditación mediante la cual pueda ser alguien en el mercado laboral, estamos ante la derrota de la reflexión y pensamiento en la universidad, y ante un intento de convertir una universidad en mero medio de producción de mercancía laboral, obviando aquello que es tan importante para el autodesarrollo del individuo: el pensamiento y la crítica. 

Más aún, si adoptados esta visión de lo que es universidad, que suele tener bastante arraigo cuando surgen conflictos en la comunidad universitaria, estaríamos privilegiando los intereses individuales y egoístas de los particulares que, inevitablemente, son parte de una comunidad. Una comunidad que no sólo es universitaria, sino que está insertada directamente en la comunidad fuera los límites físicos de las aulas y los espacios propiamente universitarios, o sea, en la sociedad misma. El llevar a cabo este ejercicio también estaría cercenando lo que Aristóteles adujo era un requisito elemental para la ética: la empatía. De no haber empatía con las problemáticas sociales que tanta ayuda necesitan precisamente de aquellos y aquellas privilegiadas que son receptoras de la distribución de conocimiento que hace la universidad, no estaríamos actuando ni pensando éticamente, importándonos poco los efectos que nuestros actos acarrearan en los demás miembros de la comunidad y la sociedad. Precisamente esto es lo que hay que combatir para que la universidad no deje de ser una universitas y se convierta en un mero colegio técnico de personas no sólo alienadas de las realidades sociales y desigualdades marcadas que padecen grandes grupos sociales de nuestra Isla, sino de seres acríticos y que poco les importe el pensar ético, así como la responsabilidad social que tenemos al educarnos no sólo en una universidad pública, sino cuando adquirimos tanto conocimiento/poder para afectar, de forma positiva o negativa, la sociedad misma. 

Estas son acotaciones superficiales de un tema sumamente importante que será abordado, espero, profusamente en este espacio de discusión. 

2 comentarios:

  1. La universidad como comunidad, como colectivo de pensadores críticos que ausculta los males que aquejan a la sociedad de la cual forma parte y procura proveer soluciones concretas a éstos. Ésta, verdaderamente, es la visión de universidad que debe imperar entre los miembros del claustro, entre el estudiantado, aun entre el personal no docente que apoya la labor escolástica que se ha de realizar en este tipo de instituciones. Éste, sin embargo, no es el concepto de universidad al cual se nos ha acostumbrado.

    Como muy bien señala el amigo Zambrana, en Puerto Rico la universidad (incluso la del Estado, la Universidad de Puerto Rico) se ha concebido como un centro de procesamiento y distribución de información diversa. Es decir, como una especie de máquina a través de la cual pasa un grupo de jóvenes, quienes luego de algún tiempo, habrán de graduarse y “aplicar” sin mayor contemplación ni reflexión el “conocimiento” adquirido en uno de los centros de enseñanza “superior” del país. Se lanza, pues, un tropel de autómatas a la comunidad-sociedad que poco aprendió sobre lo que es el análisis de los diversos valores que pugnan por captar la atención del puertorriqueño, sobre lo que significa identificarse con los problemas de los demás ni, muy lamentablemente, sobre el valor de la crítica a las realidades existentes; realidades que, precisamente, pueden ser la causa de nuestras penurias como pueblo. Me temo que el producto universitario de hoy, en su mayoría, es fruto de un tecnicismo extremo, de un culto a lo práctico que priva al país de mentes creativas, dinámicas y llenas de pasión por transformar a nuestro pueblo.

    Ahora bien, no todo ese producto universitario se suscribe a la teoría de que “filosofar” y “pensar” no llevan comida a la mesa y, por lo tanto, no deben ocupar el espacio temporal que muy bien se podría dedicar a servirle a otro a cambio de una remuneración nimia, pero periódica. Hay hombres y mujeres que rehúsan categorizarse como un bien comodificable, que se piensan como parte vital del país en el que les ha tocado vivir y con el cual tienen una gran deuda de servicio y de lealtad. Son personas con ética, conscientes de su rol en comunidad. No son “bestias salvajes soltadas a este mundo”. Reconocen a la sociedad, pues, como un referente cierto sobre el cual y para el cual deben trabajar. Se niegan a limitar su proceso evolutivo-educativo a la simple recepción de normas, teorías, conceptos; se adentran en la realización de ese conocimiento para aplicarlo en el mundo externo (y el interno también). Con ellos no hay disputa —hasta que manifiestan su idea de ser a la comunidad que permanece aferrada a su “realidad” particular.

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  2. Entre ese género de hombres y mujeres, sin embargo, existen aquellos que en su afán por darse (entregarse) a la sociedad para transformarla, sucumben a la trampa del inmovilismo estatal; le hacen el juego al Estado y a los estratos de poder que le sirven de base. La “acción” mediante la cual pretenden transformar a la sociedad responde, más bien, a una doctrina con vida propia, a una ideología particular. En vez de defender una praxis inspirada por valores humanos, por una visión dirigida a preservar al país y promover su desarrollo pleno, se ensimisman en una ambición desmesurada que convierte la determinación individual en el monstro del nihilismo. La “acción” que pretende salvar al país (a nosotros, pueblo identificado por raíces y vínculos históricos, geográficos, lingüísticos, culturales) se convierte en herramienta singular para reforzar al Estado y, desafortunadamente, perpetuar el exceso de injusticia que una vez legitimó el uso de la rebeldía para comprenderse a sí mismo y buscar la superación constante.

    Ejemplo de lo anterior es aquel líder que en vez de movilizar a sus seguidores hacia la realización del conocimiento adquirido, a la implantación de su visión sobre el desarrollo armonioso de la sociedad que le sirve de fundamento, utiliza su estandarte para auto-perpetuarse en su cargo. Este tipo de líderes se ancla en una doctrina, excluye a otros interesados en “pensar”, “crear” y “ser”, para tan sólo “desear” el todo y esperar que algún día llegue la redención.

    Defiendo una concepción de la universidad como comunidad menor en la comunidad-sociedad. Una universidad que es modelo, centro y baluarte del pensamiento crítico, de la empatía y de la realización inicial del ser. En estos momentos el país necesita de la “acción” que pueden ofrecer esos hombres y mujeres con ética. No obstante, al poner en práctica el fruto del proceso educativo-evolutivo que han emprendido en la universidad-comunidad, deben comprender los límites que todos tenemos como seres humanos, la necesidad de que toda esa voluntad se dirija hacia objetivos más grandes que el yo y el peligro que encierra ser inconscientes de nuestra propia limitación.

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